jueves, 3 de abril de 2014

CON TODA LIBERTAD, Blas C. Terán

Liturgia, Amaneceres y otros poemas, de Benjamín Araujo Mondragón

CON TODA LIBERTAD

Blas C. Terán

          La obra me fue entregada en un acto que para mi representa la resistencia: en una cafetería. La dedicatoria de puño y letra dice que: …toda casualidad, en el fondo, es una cita postergada. Es en el Fondo, la cafetería, donde recibo el libro.

           Ya en casa comienzo la entonación y como en obras anteriores de Benjamín Araujo, el golpeteo cadencioso de ritmos entrelazados crea una armonía contemporánea, es el verso, el verbo, la palabra.

          La primera señal que recibo, en esta obra, es el Génesis silencioso fracturado por la voz, concretando la idea en la palabra, hasta llegar a la gran sociedad que falla en colectivo. Es un primer lamento.

          El gozo de la obra es un reconfortante remolino que en su giro encumbra disparadores, señales que pueden desaparecer con el coqueteo del siguiente verso; entonces dejar de entonar y hacer una lectura, encontrarse con la palabra de Benjamín Araujo.

          Y son los espacios concretos, los objetos, lo tangible, los elementos de esta tierra; y es el olvido, el instante, las emociones, los afectos que se cumplen en el reconocimiento del otro; un círculo virtuoso que da pie para el verso. Divinidad pues, amor, mitología, éxtasis, geometría, queja.

          En esta obra, Liturgia, Amaneceres y otros poemas, Benjamín me ofrece la certidumbre de su ser y su estar y es como anteriormente dije, el reflejo del otro, el encuentro con esos lugares donde se oficia el rito de la poesía, donde la individualidad se asocia con otra individualidad y otra, hasta sumar una colectividad donde a partir del verso uno es actor provocado por la palabra impresa; y entonces interpretar los signos estructurando en territorios concretos e intangibles en franca convivencia con la cotidianidad.

          Reflejos pues, páginas 51, 52, no es cita, o casi… Nacer primero, incluso no nacer y quedarse en la idea. Benjamín sitúa al ser en espacios concretos e intangibles para su estar y en ese estar signa que ser y qué no ser. Con sarcasmo versa no bracear en las aguas que acercan a la razón y al goloso de las expresiones más exquisitas o el contraste.

          Pero bueno, así el canto y así la lectura que se disfruta comenzando por el ritmo del lenguaje para llegar al cuestionamiento provocado por las señales… Así, Liturgia, Amaneceres y otros poemas. Las señales…ah…las señales… Qué le vamos a hacer.

           Cuando recibí el libro, le quebré la nariz para quitarle un poco de hermosura. Me refiero a los forros.



                                                                    Gracias.


Galería Libertad, Querétaro, Qro, 28 de marzo de 2014.

LA CIUDAD, Benjamín Adolfo Araujo Mondragón

LA CIUDAD

La ciudad aparece ajena a mis escombros.
No vale ser la isla en que me han confinado
mis seres inmediatos, mis fantasmas distantes,
mis multitudes en que me solazo;
crecen delante de mi desesperanzas,
desalientos como pulmones fatigados,
gigantes pulmones que secretan utopías fallecidas
para pintar el paisaje laxo de una urbe que se fue
antes de llenarse de decretos de abandono
en cada uno de sus postes, en cada árbol
con la cabeza gacha de amargura.

La ciudad es una barca desierta.
No tiene sentido llamarla desde la noche
si ya sus grises días anuncian la desventura
de este desvarío de injusticias.
Es un naufragio colectivo la ciudad.
Nadie parece reparar en ello mientras
corre a deshabitar las oficinas, las fábricas,
los colegios o esos agujeros impropios
que llaman hogar con decoro
sólo para esas palabras huecas de dientes
afuera, vociferantes adjetivaciones
que esconden la desgracia que nos penetra a todos.

La ciudad es una ausencia colectiva.
Nido de antiguas voces que sí amaron,
desván de lentitudes para la fraternidad;
tal vez un peso seco sobre los infortunios
o una llama sin luz, o un viento
calmo que nos deriva a nada y nos quita
los gestos de la cara. Ni siquiera hay
la lluvia para ensayar heridas compartidas.
La ciudad es un páramo de desconfianzas.
La eternidad de lo inacabado se anuncia
con todos y cada uno de nuestros pasos.
No vamos a nada, ni acudimos a nadie,
ya no nos vemos; los espejos reflejan
nuestras ausencias intemporales.

La ciudad, esta ciudad, es todas las ciudades.
Es todas las ciudades y ninguna.
Cada ciudad de este hoy eterno tiempo
que se ha detenido en la nada de nuestros destinos
es la condena que nos merecemos porque
la hemos forjado con denuedo en nuestra
apátrida espiritualidad del desconsuelo merecido
a golpes de ceguera de nuestros puños
desde la impotencia del sueño.

Sólo queda un grito verdadero en este
silencio infértil que es la ciudad.
Allá, en el más recóndito callejón,
un violinista enloquecido, afiebrado,
toca el instrumento para ver si despierta
algunos de esos zombis que salimos
de nuestros agujeros a correr a ningún
lado todas las mañanas, todas las
mañanas, todas, todas, todas, semana tras semana,
mes a mes, año tras año, tras año tras año tras año
tras año: hasta que dejemos de rayar este disco inmundo
del abandono a que nos hemos confinado.