Benjamín A. Araujo Mondragón
La obra de Rodolfo García Gutiérrez (1920-2003). Imagen del hombre
El 28 de noviembre de 2002, en el Museo Nishizawa, se presentó el último libro que se editó, en vida, de Rodolfo García Gutiérrez. Le acompañamos como presentadores de Imagen del hombre, porque él así lo quiso, Alfonso Sánchez Arteche y el que firma esta nota.
Fue un acto de justicia poética esa reunión que coordinó Augusto Isla Estrada. Se trató de una velada cálida. Envolvió al autor un halo de reconocimiento en una sala pletórica de asistentes. En el ambiente, era unánime el homenaje a uno de nuestros mejores prosistas, a un poeta en el mejor sentido del término. Rodolfo García corrió con la memoria sus avatares literarios durante su fecunda vida, durante ese acto, según me lo refirió días más tarde.
Curiosamente, Sánchez Arteche y yo, sin ponernos de acuerdo, coincidimos en buscar, porque así lo precisa, un contexto nacional a la obra del vate, y particularmente a la novela que esa noche se presentó al público de Toluca.
Me parece importante aprovechar la invitación de la revista La Colmena para, en un acto pequeño pero significativo, reproducir un fragmento del texto que leí aquella memorable ocasión; más ahora que García Gutiérrez, desde el pasado 23 de abril, ya no está con nosotros. Se trata, es cierto, apenas de un primer intento por acercarse al legado colectivo que nos ha dejado con su obra. Adjunto, asimismo una parte de la entrevista que, en 2001, le hice a mi amigo y maestro, pues me parece que dice mucho de su formación como escritor.
I
Imagen del hombre, novela de Rodolfo García Gutiérrez ha aparecido finalmente. En una bella edición del Instituto Mexiquense de Cultura, fechada en julio de 2002; en mil ejemplares, se hace retardada justicia a la literatura regional. Se trata de la segunda edición de esta obra, la mejor novela del siglo XX en nuestro panorama regional; pero en sentido estricto, esta segunda edición es realmente la primera. Díganme si no: Imagen del hombre apareció por vez primera en 1954, hace 48 años, con sólo 50 ejemplares que rápidamente desaparecieron en manos de amigos y familiares del autor. ¿El público? No la conoció; excepción hecha de algunos curiosos privilegiados que logramos asomarnos a ella, al paso de las décadas, merced a la fotocopia, como don preciado. Por eso no resulta complicado que me otorguen el privilegio de la razón: esta segunda edición es realmente la primera de Imagen del hombre. Se trata, si somos estrictos, de un texto inédito de amplio interés para las escuálidas generaciones de lectores jóvenes, y no tanto, que los hay sin duda, pese a todos los pesares.
Entonces no exagero si comienzo indicando que esta presentación de Imagen del hombre de Rodolfo García Gutiérrez es un acontecimiento. Y que quienes estamos aquí acudimos a una cita postergada casi medio siglo. Ya asomados al siglo XXI, de cuerpo entero, husmeamos en una novedad literaria del siglo XX, de la mitad del siglo XX, para ser precisos.
La novela Imagen del hombre es un libro que tiene un sitial, no reconocido todavía, en la literatura de su momento en el país. Se trata de una novela breve, en este caso en una edición corregida y aumentada, así sea levemente, en sus 94 páginas, sin división capitular alguna, aunque marcada por el ritmo narrativo que vuela prácticamente de un texto a otro por medio de irrupciones constantes, para armar una prosa intimista, no obstante intensa, en la descripción objetiva del paisaje –tanto urbano como rural; como interno del hombre, del personaje, del narrador; del ser humano.
Ese encuadre devela, y revela, al lector un poco avezado, las íntimas complicidades literarias, las afinidades e influencias, en el mejor sentido del término, de la literatura europea de la primera mitad del siglo XX, particularmente francesa e italiana, sobre el ávido lector, en este caso autor, Rodolfo García Gutiérrez.
El libro, no hay espacio para la duda, forma parte del cuidadoso trabajo de revisión que el autor realiza sobre su obra. Los pulquérrimos afanes de dar lustre al metal, son obsesión en la alquimia del poeta García Gutiérrez. Muchos lo saben, es un poeta en esos afanes de conseguir música con la palabra; en esta obra que nos ocupa, para nuestra fortuna, hay correspondencia con lo que afirmo; como para demostrar que no riñe la narrativa, la prosa, cuando hay oficio y talento, con la poesía.
Se trata de un intenso monólogo interior. Claudio Ferrer, el personaje central, único, del texto, desde su tono personal, específico, particular, individual, permite la metáfora de la singular universalidad del hombre como creatura. Una voz subrayada, desde la racionalidad, sufre y se desespera por su condición humana. Imposible hacer a un lado la fuerza del existencialismo en sus múltiples presencias literarias. La tragedia del ser; la dimensión de nuestra estancia poblada de interrogaciones no despejadas.
He dicho que Imagen del hombre, muy probablemente, sea amén que el libro, o uno de los libros, más importantes del autor, la mejor novela del siglo XX mexiquense. Me atrevo a decir, en ese mismo sentido, que este texto, desde su dimensión, tiene un lugar importante en la literatura mexicana de su momento. En la narrativa de la época, al aparecer secretamente Imagen del hombre, sus contemporáneas son, entre otras, Entresuelo y Milpa, potrero y monte de Gregorio López y Fuentes; pero sobre todo Al filo del agua, de Agustín Yáñez, parteaguas en la narrativa mexicana, con la que se inicia una clara perspectiva cosmopolita, sin abandonar la enraizada visión nacionalista de nuestra literatura.
Imagen del hombre, en ese contexto, resulta una veta más elaborada al exterior; con bronca ninguna para dejar ver destellos de nuestra identidad; aunque ausente sí, del leit motiv nacionalista que, acaso, logra desprenderse del todo de nuestras letras hasta la década de los sesenta del siglo pasado.
Es esta característica la que otorga validez narrativa intrínseca a Imagen del hombre. Novela sobre la angustia existencial, sobre la avasalladora tormenta de la vida intelectual. Escritura sobre la escritura. Claudio Ferrer es un hombre desdichado porque está consciente de su ser; quiere convertirse en escritor y le angustia la claridad con que mira la mortalidad, su mortalidad, la constante presencia de la muerte, atemporada por la luminosidad del paisaje montañés que no es otro que el del Valle de Toluca.
Imagen del hombre es heredera fiel de El luto humano, de José Revueltas. Aunque es evidente, reitero, que sus parentescos sanguíneos más cercanos están en Europa, más que en nuestras tierras, de ahí que de pronto parezca a nuestros dedos analíticos, y sea, frente a las novelas coetáneas, extemporánea y ajena, en apariencia inaprehensible al análisis.
Desde un horizonte más amplio, Imagen del hombre es contemporánea de El reino de este mundo, de Alejo Carpentier; consigue afirmar que la asimilación cultural de otras presencias, las influencias literarias de otros continentes en buena digestión creativa, no desdicen la posibilidad de identidad propia. Al contrario, fortalecen la personalidad de un trabajo que ha dejado de ser provinciano en el sentido peyorativo del término para asumirse universal, con naturalidad, sin pedanterías. Eso se explica sólo con un elemento complejo en su simple enunciado estético: calidad.
Imagen del hombre se anticipa a El libro vacío de Josefina Vicens, por cuanto a la obsesión, más señalada sobre todo en las últimas páginas del libro de Rodolfo García, por la solución, la exposición y el análisis del proceso creativo literario; el libro que es objeto de estas líneas está por concluir, y al lector, la extraordinaria voz narrativa le asegura que no hay tema (p. 74), que no se localiza el centro del acto creativo, que no se tiene nada que decir. El libro se permite, además, el lujo de experimentar con los géneros; mezclarlos, colocar espejos entre ellos, llevarnos a una exposición breve, de carácter teórico, sobre algunos aspectos estéticos o éticos; dejarse llevar por la poesía en la descripción del entorno; entregarnos un cuento breve que podría presentarse libre y ágil, como universo propio, alejado de su contextualidad.
Con la devoción que se ha ganado, por su propio peso específico, la obra de Rodolfo García Gutiérrez sobresale porque deja demostrado, con creces, en su conjunto, que se trata de un poeta. El sustantivo está; ahora el adjetivo: si atendemos del mismo modo a la opinión de un número importante de sus críticos, la obra de Rodolfo es bucólica. Hablamos pues de un poeta bucólico; aquí la singularidad, y aparente anacronía –ruptura de las modas, diría yo–, que un hombre del siglo XX que creció y se desarrolló con el devenir urbano de Toluca vuelque su mirada a horizontes campiranos, ponga el índice sobre el paisaje y no parpadee al robar con la mirada de su pluma, uno a uno, los paisajes poéticos de la tierra, del terruño, de la patria chica. Sabia lección, me atrevo a saborear, en momentos de globalización e internet. Pero no se trata, como bien repara en ello Alejandro Fajardo, de desnudos paisajes, sino de habitados paisajes; de paisajes concretos, geográficamente ubicados, ahítos de humanidad, donde se dicen y enumeran nombres, mujeres y hombres de nuestra huella umbilical. Tampoco son sólo paisajes exteriores; los tórridos paisajes interiores, abracadabrantes, que aparecen, por ejemplo, en Imagen del hombre (1954, 2002) dicen mucho de la formación del autor que es motivo de una visión retrospectiva a los 80 años de su edad y a los, cuando menos, 65 de su iniciación en las letras. Esos paisajes interiores, muy presentes en la obra del co-fundador del grupo Letras y coeditor de los Cuadernos del Estado de México, entrañable amigo de otro poeta lírico indispensable en el siglo XX mexiquense, Josué Mirlo, nos hablan, nos gritan, de las desgarraduras del escritor que es tomado rehén por la poesía, tal es el caso de Rodolfo García Gutiérrez según puede confirmarse asomándose a esa obra en verso, prosa narrativa, crónica, ensayo y en historia.
II
Hijo de un ferrocarrilero, nieto de un lector irredento, alumno de Heriberto Enríquez, discípulo y amigo de Josué Mirlo, Rodolfo García Gutiérrez se planta modesto delante de su obra como literato en el Estado de México para decirnos que no haber escrito la novela de Toluca es su única frustración como escritor.
Renuente a buscar los reflectores de la palestra pública, Rodolfo García Gutiérrez accede a charlar con nosotros, según confiesa, por amistad y confianza, al entrevistador. La cita se desarrolla en la cafetería del Sanborn's del Paseo Colón, a la que Rodolfo, Presea "Sor Juana Inés de la Cruz", es asiduo; llega con su proverbial puntualidad inglesa y acota de inmediato "puntual no es sólo quien no llega retrasado, sino también quien no llega antes". La charla, sin mayores preámbulos, se desarrolla con la fluidez que caracteriza al poeta, cronista, narrador, historiador y periodista.
Ante la aparición (2001) del libro Rodolfo García Gutiérrez: visión retrospectiva, recientemente editado por el Instituto Mexiquense de Cultura, y que recoge la opinión de casi una veintena de escritores regionales sobre la obra rodolfianaen la segunda mitad del siglo pasado, resultaba obligado inquirirle al entrevistado sobre esa novedad bibliográfica; el poeta del paisaje mexiquense nos dice:
–Mira, esta es una compilación que hizo, hace más de diez años, mi hija Nydia. Tan es así que ella siempre me estaba insistiendo en su publicación cuando tenía yo muy buenas relaciones con el secretario de Educación, don Jaime Almazán Delgado. Ella me insistía en que abogara por la edición de su compilación y, la verdad, yo nunca quise hacerlo. ¿Por qué? Realmente los textos me parece que sobrepasan lo que he escrito; como que me hacen sentir incómodo, se dijeron cosas que no debieron decirse: halagos muy altos.
–Eres uno de los escritores del Estado de México más importantes del siglo XX, dicen muchos especialistas. Pese a la humildad que te conocemos y reconocemos, ¿qué opinas?
–Yo respeto mucho ese punto de vista porque proviene de mis amigos; sobre todo porque resultan de una gran generosidad esas opiniones. Las agradezco y las guardo con sentimiento fraterno.
La educación sentimental y el nacimiento de la vocación
–Nació a muy temprana edad, estaba posiblemente en tercero o cuarto año de primaria. Teníamos un libro de texto, de lectura, había ahí algunas lecciones... recuerdo una, llamada "La florecilla azul de las montañas", el sentimiento de un hijo para su padre que era botánico. A mí me gustó mucho porque yo iba cada fin de semana con mi padre, que era ferrocarrilero, al campo. Mi padre programaba las salidas por aquí, a sitios muy cercanos, de ocho a quince kilómetros a la redonda, porque sabía que a mí me gustaba mucho. Él aprovechaba para supervisar los trabajos del ferrocarril, mientras yo paseaba y divagaba; gozaba del paisaje, los bosques, los arroyos, las plantas, los animales, del Valle de Toluca. Así nació mi vocación por la literatura.
José de los Reyes García, abuelo paterno de Rodolfo, originario de Metepec, heredó al escritor su fruición por la lectura y, muy probablemente, sus afanes de bibliófilo.
–Llegué a encontrar en la casa de mi abuela algunos libros que fueron de José de los Reyes García, mi abuelo. Se supone que antes que yo, mis tíos o mis primos, no sé quién, habían recogido la biblioteca. Pero logré rescatar algunos libros con las anotaciones de mi abuelo al margen. Nací en un barrio del municipio de Huixquilucan, Ignacio Allende, ahora ya subió de categoría: ya es pueblo; en ese momento era el barrio de Ignacio Allende. Está a cinco kilómetros de Huixquilucan, sobre la carretera de La Marquesa a Dos Ríos. Primero está el pueblito, que era barrio, y luego ya Huixquilucan. Mucho antes se llamó Rincón de las Flores.
Pioquinto García y Altagracia Gutiérrez fueron los padres del escritor. Una familia tradicional con cuatro hijos. Rodolfo ocupó el tercer lugar en la descendencia.
–Salí de mi pueblo a Zitácuaro, cuando mucho de un año de edad o menos. Mi padre fue ferrocarrilero, como ya lo dije, y lo trasladaron para allá; y con él nos fuimos todos. Claro, regresábamos después a visitar a mi abuela y a mis tíos. Yo llegué a pasar temporadas cortas allá, de quince o veinte días, pero ahora como visitante. Procedente de Zitácuaro llegué a Toluca de cuatro años de edad. A mi padre lo trasladaron para acá. Entonces vivimos mucho tiempo en el campamento de los ferrocarrileros. Hasta que lo ascendieron al grado más alto de su especialidad, como guardavía, salimos del campamento; fue enviado como residente a Acámbaro. Pero él no quiso que nos fuéramos hasta allá, porque tenía interés en que yo estudiara en el Instituto Literario. Decidió que la familia se quedara en Toluca y él iba y venía con cierta frecuencia. Alquiló una casa en el centro; yo viví una buena temporada en Villada número 5, luego en la calle de Nigromante –adelante del Biarritz–. Más tarde, mi padre logró hacerse de una casa propia, cerca de la estación del ferrocarril, y allí nos asentamos en definitiva.
No es difícil asegurar que en lo que se ha dicho está el asiento de otra paralela vocación de García Gutiérrez como viajero, andarín de la geografía regional.
–Con mi padre visité gran cantidad de lugares por ferrocarril. Sobre todo, siendo un niño todavía, recuerdo que me gustó, me impresionó mucho Uruapan. Tan es así que, recuerdo, descubrí lo que en ese entonces se llamaba "Puente Eduardo Ruiz" y no estaba el Parque Nacional que está ahora. Acompañado de mi padre, brincando cercas, seguíamos el cauce del río, la limpidez de las aguas, el hermoso y cambiante paisaje, era una experiencia maravillosa.
La conciencia como escritor
–Posiblemente la primera ocasión en que yo sentí que podía ser escritor fue cuando comencé a escribir Margarita. Alejandro Fajardo estaba como director en una escuela en Valle de Bravo. Entonces, yo lo iba a visitar con mucha frecuencia. Por eso coincidió que yo escribiera lo que luego reseñaron como "la novela de Valle de Bravo". A pie recorríamos lo que ahora es el fondo de la presa "Miguel Alemán"; desde un lugar conocido como Tres Árboles hasta El Rincón de las Hadas, cantado por Pagaza. Pasábamos por todo el valle; cruzábamos puentes con vigas, el río del Molino, El Salitre, en varias de sus vertientes. El gusto por narrar, por describir el paisaje, nació en ese momento con toda su fuerza.
Al entrevistado, de prosa precisa, elegante pero exacta, conmovedora en su descripción de paisajes externos e internos, la crítica le reconoce como poeta. La poesía aparece en todos sus escritos, sin importar el género.
–Yo parto del supuesto de que la poesía no tiene necesidad de ser escrita sólo en renglones cortos, con determinada métrica o determinada rima. Se puede hacer poesía por lo que se dice. De ese modo puede aparecer la poesía en todo lo que se escribe. Por ejemplo, describir el curso de un río con su agua cristalina, el giro de las mariposas, las flores que hay en las riberas, el color azunenco de los montes... Y en realidad estoy haciendo poesía. No hago otra cosa que escribir. El poeta no es sino un hombre asombrado ante la naturaleza. El que ama a la naturaleza, ama a Dios, ahí está presente Dios.
–El paisaje. No hay ningún propósito deliberado de convertir en tema al paisaje. Yo veía y escribía. Si resultó una descripción de tipo paisajista, fue algo muy espontáneo. El paisaje tomó por asalto mis líneas.
Dos libros favoritos del
autor: Margarita e Imagen del hombre
Rodolfo García Gutiérrez, en el curso de la conversación no repara en la grabadora. No parece interesarle. Bebemos café mientras me confiesa con absoluta certeza que, sin duda alguna, Margarita e Imagen del hombre, son, de entre sus libros, los favoritos. Explica sus razones:
–Por encima de todo me gustan dos obras: Margarita e Imagen del hombre. Margarita porque no volveré a tener la frescura con la que escribí esta novela. Yo no tenía entonces el propósito de asombrar a la gente, no tenía la intención de ser considerado literato, ni mucho menos. Yo me vi atrapado como escritor sin que eso importara más que a mi conciencia. Cuando se escribe en esas condiciones no estás pendiente de ver qué dicen los demás; eso se llama frescura. En Imagen del hombre, el fenómeno es distinto. La visión del mundo, del hombre, de las cosas que ahí aparece se debe a que leí yo, en ese momento o a partir de ese momento, muchas traducciones de Baudelaire, especialmente Mi corazón al desnudo, y de ahí también leí mucho a Proust a Sthendal, ellos fueron mis maestros, podría decir.
Las preferencias poéticas,
las fuentes del escritor
–Están muy cerca de mis preferencias poéticas el español Machado y el francés Baudelaire; ellos en una primera línea. De ahí podemos colocar otras fuentes cercanas: Porfirio Barba Jacob y muchos poetas nacionales, que los hay muy buenos.
Resulta definitivo en mi formación haber conocido a Josué Mirlo. Fue fundamental para mí haberle tratado, haberme convertido en su amigo, en su discípulo. Yo conocí a Horacio Zúñiga, fue mi maestro, conocí a Heriberto Enríquez, también fue mi profesor. Pero yo coincidí, por encima de ellos, con Josué Mirlo.
A Josué Mirlo lo conocí porque era yo discípulo, en el aula, de Heriberto Enríquez, en el Instituto, en las clases de literatura. Entonces, él acostumbraba aparte de lo que el programa le marcaba, un apéndice de su curso para que conociéramos a escritores del estado, oriundos o habitantes. Así fue, por ejemplo, que conocí la poesía de Gilberto Owen, gracias precisamente a Heriberto Enríquez. Y, de esa manera, el maestro Enríquez nos enseñó, nos mostró, la presencia poética de Josué Mirlo. Nos deslumbró. Y yo me dije "voy a tratar de encontrar a Josué Mirlo". Fui a buscarlo a Capulhuac. Fui solo. Pero resulta que don Heriberto había omitido decirnos que Josué Mirlo era un seudónimo; yo creí que era su nombre; anduve preguntando, ¿quién, Genaro Robles Barrera?, no, yo busco a Josué Mirlo. Y así fracasé en algunos intentos. Hasta que hubo una persona que me dijo aquí vive, exactamente aquí, y me aclaró lo del nombre y el seudónimo. Toqué, salió Emilita, me parece, y le dije que procedía de Toluca en busca de Josué Mirlo. Le dije que deseaba platicar con él. Y me dijo: acostumbra a tomar su copa con los amigos en tal lugar; fui a una tienda y, efectivamente, ahí lo encontré. Localicé a un hombre campirano que era ajeno a la imagen que yo me había hecho del poeta. Se trataba de un hombre sencillo, vestido con modestia, con sombrero de palma. Pensé: "este hombre me está tomando el pelo a mí; cómo voy a creer que él sea el poeta". Comenzó a recitar: no había duda.
–¿Cuál fue la actitud inicial de Josué Mirlo hacia ti?
–Fue muy cálido en su recepción. En ese momento casi adiviné que iba a ser discípulo de él. Lo que nunca me imaginé fue que llegara a ser confidente de él, no supuse que habría de contarme cosas muy personales. Por ejemplo, llegué a saber que tuvo un hijo, antes de su primer matrimonio, que llegó a ser jefe de los Servicios Coordinados de Salubridad en el estado de Querétaro o en Guanajuato.
Termina la entrevista. Entiendo que Rodolfo no la hubiera concedido a cualquiera. Me ha dado otra prueba más de su rotunda amistad con la que me honra.
Queden aquí estas líneas. Sean el testimonio pálido pero sincero de mi admiración, de mi reconocimiento a Rodolfo García Gutiérrez, de su lector que tuvo el privilegio de contar, por poco más de veinte años, de su impecable, limpia, ejemplar amistad. LC
Imagen del hombre, Rodolfo García Gutiérrez, Toluca, Instituto Mexiquense de Cultura, 2002, 94 pp.
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